2021.18 Riila: la búsqueda.
- Kalyna Rein

- 8 dic
- 9 Min. de lectura
Actualizado: hace 6 días

Por Kalyna Rein — Escuela Satori
Libro: Metafísica Matrix 04 - InterDimensional. 2021.08
MM04-Blog 18. Versión ATP 2025.
Riila: Balance de Luz.
Hola, viajero de los velos sutiles…
Si estás leyendo esto, es porque algo en tu interior aún recuerda que la realidad no termina donde dicen que termina. Tal vez, como a mí, te sucede que ciertas verdades te rozan el alma, incluso antes de que las palabras lleguen.
Hoy quiero contarte algo que no es una lección, ni un método, ni una prueba. Es simplemente un recuerdo. Un pedacito del viaje que hice, no por mí, sino por alguien más… y por todos nosotros, en cierto modo.
No diré quién me lo pidió. No hace falta. El silencio también protege a quien busca respuestas. Lo que sí compartiré es lo que vi, sentí, y aprendí al cruzar uno de esos puentes invisibles que a veces se abren, entre un ser humano… y los que velan por él.
Esto ocurrió hace tiempo, pero cada vez que lo traigo al corazón, vuelve con nitidez, como si el viaje no hubiera terminado. Se trató de una exploración astral —sí, de esas que muchos imaginan como volar entre nubes o atravesar paredes—, pero esta vez no fue así.
Muchos creen que al proyectarse fuera del cuerpo uno debe “volar” físicamente hasta el lugar donde se encuentra la persona con la que se quiere conectar. Como si el alma tuviera que recorrer rutas aéreas, atravesando montañas o continentes para llegar a destino.
Y aunque esa forma es posible —y hasta poética—, no es la única. De hecho, rara vez la utilizo.
Esta vez, ni siquiera sabía dónde vivía la persona a la que deseaba contactar. No conocía su ciudad, ni su país. Solo tenía una imagen. Una simple fotografía.
Pero sucede que una imagen nunca es simple. Porque cuando alguien la elige como representación, como escudo o como reflejo, deja en ella una parte de su conciencia.
Así fue como entré.
Me bastó sostener esa fotografía en mi mente, y pronunciar dentro de mí el deseo sincero de encontrarla. A veces, ni siquiera hace falta que la imagen sea verdadera. Aun si fuera un retrato falso, inventado o manipulado, hay algo que permanece: fue colocada allí por alguien. Y ese alguien imprimió en ese gesto su energía vital, su intención, su vibración más íntima.
Recuerdo que una vez escuché aquellas palabras:— “Hasta el engaño deja huella. Porque nadie miente sin mostrar su herida.”
Y así es. Incluso en el autoengaño, hay verdad. Por eso, quien ve con el Ojo del Silencio —ese que no juzga, ni exige, ni se engaña— puede atravesar la máscara, y encontrar el origen del hilo.
No solo existen los viajes por la Zona de Tiempo Real, esa especie de contracara energética de nuestro mundo donde todo es igual… pero distinto. También es posible navegar por las corrientes sutiles que tejen las redes humanas, como si cada cable y cada dato fueran un río de pulsaciones vivas, por donde las conciencias proyectadas pueden deslizarse.
He llegado, en ocasiones, a cruzar dimensiones a través de pantallas. Entrando por un monitor, y apareciendo en la estancia donde alguien miraba en silencio el brillo de su computadora. Lo sé… suena extraño. Pero todo es posible cuando el alma se aligera y recuerda que no está hecha de límites.
Sin embargo, esta vez fue diferente.
Tomé la imagen, respiré hondo, y me dejé caer dentro de ella. Sí, así como suena. No volé. No llamé. No caminé por puentes de luz. Simplemente me hundí en esa foto, como quien se sumerge en un lago y emerge en otro mundo.
Y ahí estaba ella.
No como símbolo. No como visión borrosa. Sino como presencia tangible, real, casi física. Yo estaba a su lado. Dentro de la escena exacta que la fotografía intentaba capturar. Como si la imagen se hubiese abierto para darme paso… y no sólo eso: como si el tiempo mismo se hubiera detenido, o tal vez repetido, para que yo pudiera presenciar esa fracción de existencia desde adentro.
Vi el techo de la casa. Una bóveda sencilla de ladrillo. Una sola planta, pensé al principio… hasta que me alejé un poco. Y entonces, como en un sueño que se transforma, surgió una escalera que no estaba allí antes, conduciendo a un piso superior.
El lugar había cambiado. O tal vez era yo quien, al mirar desde otra capa del ser, podía ver lo que normalmente está velado.
Y así, de forma tan suave como inesperada, comenzó este encuentro. Un contacto verdadero, tejido no de cables ni de palabras, sino de intención, imagen y alma.
No hubo rituales. No hubo fórmulas. Solo el silencio… y una promesa de luz que aún no sabía que iba a cumplir.
¿En qué sitio estaba realmente… o percibiendo?
Viaje en el tiempo.
Lo que ocurrió después fue tan grato… tan inesperadamente hermoso, que aún hoy, al recordarlo, me invade una ternura difícil de explicar con palabras terrenales.
Tiempo después de aquella exploración, en una charla sencilla y luminosa, mi amiga me confirmó algo que me estremeció por dentro. Con una sonrisa tranquila, me dijo que, en efecto, la casa de la fotografía había sido la casa de sus padres, con una sola planta y techos de ladrillo en forma de bóveda, justo como yo la había sentido en aquel instante suspendido.
Y que su casa actual —la que ahora habita— tiene un piso superior, como aquel que se reveló ante mí cuando me alejé de la escena fotografiada.
Fue entonces cuando comprendí lo impensable… o tal vez lo inevitable: No solo la había encontrado. No solo había llegado a ella a través de una imagen. La había encontrado en el tiempo exacto en que la imagen fue tomada.
No era un símbolo. No era un eco. No era una réplica vibratoria. Era un encuentro real. En un pasado aún palpitante. La escena se había abierto para mí como un portal, y yo había traspasado su umbral. Había estado ahí, junto a ella, justo en aquel momento que quedó atrapado en la fotografía.
Y sin embargo… no era su cuerpo físico el que yo veía. Lo sabía. Lo sentía. Era su cuerpo etérico, el que vibra junto al nuestro, como una segunda piel de energía. Pero ese cuerpo, aunque sutil, tenía forma, presencia… casi sustancia. Podía verlo con claridad. Incluso… podía sentirlo.
Así que me quedé. Decidí permanecer un poco más en ese plano delicado, para explorar con suavidad los paisajes que conforman su ser.
Su cuerpo etérico brillaba con una luz estable, aunque levemente empañada. Turbia en ciertos sectores, como si la prisa y las cargas cotidianas hubieran dejado allí su polvo invisible. Pero aún así, estaba mejor que la mayoría de las personas que suelo visitar en estos viajes… y eso ya era un alivio.
Le hablé. La llamé. Pero no me respondió. Era como si su conciencia no estuviera aún disponible en ese punto del contacto.
Entonces, elevé dentro de mí un llamado. Una invocación silenciosa. Le pedí a su ser energético que emergiera, que se deslizara más allá de los límites del cuerpo físico…
Y sucedió.
Una proyección suya —perfecta, luminosa, con esa expresión suya tan propia— se colocó junto a ella. Sonrió, como quien esperaba sin ansiedad. Y dijo:
— “Al fin viniste.”
Ese instante fue tan íntimo… tan real.
Me pareció natural conversar con esa versión de su alma. Le pedí que me diera alguna información concreta, algo cotidiano, que ella pudiera confirmar más adelante, para saber —las dos— que ese encuentro había sido verdadero.
Y ella, tranquila, me contó que estaba casada. Que tenía dos hijos: uno mayor y otro más pequeño. Que trabajaban en el área del comercio, no supe si ella o su esposo. Y que estaban planeando comprarse un coche. Me lo dijo varias veces. Como si ese deseo estuviera flotando constantemente en su entorno mental, casi como un pensamiento persistente.
¿Sería todo cierto?
Más adelante, al hablar con ella, supe que sí.
Que era tal como su ser energético lo había dicho. Excepto por un detalle. Uno que me detuvo en seco, y me dejó pensando…
Ella no tenía dos hijos. Tenía tres. Dos adolescentes… y un niño pequeño.
¿Y por qué, entonces, su versión energética solo mencionó a los dos mayores?
Me quedé con esa pregunta en el corazón. No como juicio. Sino como una de esas pequeñas señales que marcan un camino más profundo. A veces el alma habla por símbolos… y el silencio también cuenta historias.
Después de aquel breve diálogo, comencé a examinar su campo energético con mayor detalle. Apliqué energía sutil, como un rocío invisible.
Y fue entonces cuando lo vi.
Comenzaron a salir de su cuerpo etérico pequeñas formas oscuras. No eran entidades maliciosas ni energías desencarnadas. No. Eran… residuos. Como parásitos energéticos, que se acumulan por el desgaste, por las emociones no expresadas, por el contacto constante con un mundo que rara vez cuida.
Pero más allá de eso, no encontré nada perturbador. No había hechizos, ni maldiciones, ni sombras densas. Solo el peso natural de estar viva… y de estar expuesta.
Sin embargo, algo sí llamó poderosamente mi atención. En su abdomen, cerca de la zona del bazo o los riñones, vi un órgano que se mostraba muy oscuro. Como si algo dentro de ella estuviera apagado o estancado.
¿Tendrá alguna molestia en esa zona?
¿Lo sabrá?
¿Será un síntoma físico… o solo una expresión energética de algo más sutil?
No quise irme sin dejar un cuidado.
Con delicadeza, formé una burbuja de energía sanadora alrededor de su cuerpo. Una esfera luminosa, suave como la brisa de un bosque interior.
Y además, pedí ayuda. Llamé a mi aistente astral que me acompaña, para que protegiera su hogar, lo limpiara de energías densas y tejiera alrededor de su espacio una red de luz silenciosa.
Así me despedí.
En silencio, con gratitud.
A veces no hacen falta palabras.
Solo una fotografía… y el deseo profundo de llegar al alma.
En la noche tibia del recuerdo, donde el tiempo se curva como una espiral de agua, regresé a su mundo. Esta vez, no fue a través de una fotografía suspendida en el ayer… Fue un salto distinto.
Sentí que era momento de probar otra vía. Ya que la imagen —tan fiel, tan viva— me había llevado a su pasado, ahora deseaba encontrarla en su presente.
Así que no usé ningún objeto. Me lancé desde mi nave interdimensional, Aurora, estacionada como un ave plateada en las alturas invisibles de la atmósfera terrestre, allí donde el aire ya no lleva noticias humanas… en la Zona de Tiempo Real.
Desde allí, todo es alcanzable. Todo está al alcance del alma que recuerda su cauce.
Fue un descenso suave, como caer dentro de un pétalo. Cuando abrí los ojos del espíritu, me encontré en un cuarto iluminado por la serenidad de la media mañana. Había una cama amplia. Y sobre ella, descansaba nuestra amiga.
No vi nada íntimo, nada que perturbara la paz de su reposo. Lo primero que hice fue envolver el espacio, sellarlo suavemente con un velo de respeto. Solo su presencia quedó accesible a mi conciencia, como quien sella una carta y solo deja visible el nombre del destinatario.
Observé alrededor. Me encontraba en la planta alta, al parecer. El aire tenía ese silencio de los sitios que cuidan los sueños.
Ya no estaba la burbuja que había dejado el día anterior… aquel capullo de energía sanadora que envolvía su cuerpo etérico.
Pero no me preocupé. Escuché —como quien recibe un pensamiento en forma de brisa—la voz de mi compañera astral, aquella sanadora que me asiste.
— “Todo resultó bien.”
Eso bastó para saber que el trabajo había sido completado.
Entonces me acerqué, sin tocar. Solo contemplé su cuerpo de energía. Y pude ver que ahora fluía con mayor claridad. Los hilos sutiles estaban más suaves, menos densos. Esperaba, de corazón, que esa armonía hubiese empezado a tocar también su plano físico. A veces basta un pequeño ajuste en lo invisible… para que todo comience a ordenarse en lo visible.
Y entonces supe que era el momento.
El verdadero motivo por el cual había regresado.
Quería entender… Por qué, en el primer encuentro, su proyección solo había mencionado dos de sus tres hijos.
Y también, algo más hondo… esa sensación de ausencia, ese eco de pérdida no nombrada que flotaba en torno suyo como una melodía que no termina de tocarse.
Comencé con cuidado, dejando que la energía me hablara antes que las palabras.
— “¿Por qué faltaba un nombre?” —pregunté en mi interior. Y la respuesta no fue inmediata. Fue… una impresión. Un nudo en el hilo.
No se trataba de olvido. Ni de negación. Era una fractura… como si parte de ella aún estuviese buscando a alguien.
Y ese alguien, aunque presente en lo físico, no terminaba de ser reconocido por completo en el plano profundo de su alma.
Quizás se tratara de algo no resuelto en otra vida. Quizás ese niño, el más pequeño, llevaba consigo una historia más antigua. Una que, por ahora, permanece entre velos.
Decidí, entonces, abrir la siguiente puerta. Preguntar por sus vidas pasadas.
Quería ver si esa ausencia sentida… ese vacío callado, tenía raíces más hondas que esta encarnación. Quería mirar hacia atrás, no con ojos de juicio, sino con ojos de recuerdo.
Y justo cuando me preparaba para ello… algo en su energía comenzó a cambiar.
Una ráfaga suave —como cuando se agita el velo de una carpa bajo la luna—me anunció que algo se iba a revelar.
Pero no de golpe. No con imágenes duras ni verdades abruptas.
Sino como se revela el agua de un pozo antiguo: gota a gota. Sombra a sombra. Luz a luz.
Afuera, en el plano donde su cuerpo dormía, el sol comenzaba a filtrarse por alguna ventana.
Y yo, aún en pie junto a ella, sabía que estábamos a punto de cruzar el umbral del tiempo…
Donde los nombres cambian, los rostros se difuminan, pero las almas se reconocen.

Escrito por la Maestra, Kalyna Rein.
Viajera del Tiempo.
Nota: versión adaptada APT (apta para todo público).
La versión original se reserva para estudiantes avanzados de la Escuela Satori.
Continúa en la publicación: Riila: balance de Luz.




Comentarios