2021.23 StarSoul: Ramiel.
- Kalyna Rein

- hace 5 días
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Por Kalyna Rein — Escuela Satori
Libro: Metafísica Matrix 04 - InterDimensional. 2021.Enero a Diciembre.
MM04-Blog 23. Versión ATP 2025.
Continuación de la publicación: StarSoul: Duendes.
Ramiel: viajero estelar.
Por fin… esta vez, pude verlo con claridad.
No como un símbolo, no como un eco entre sueños, sino de frente, con la nitidez suave de las visiones verdaderas. Rodrigo, o más bien su Alma Astral, respondió a mi llamado.
Se presentó envuelto en una luz blanca que no cegaba, sino que serenaba, como la bruma de una mañana sagrada. Era un hombre sereno, de rostro noble, con cabellos oscuros que caían suavemente sobre una tez clara y sin edad. La paz que irradiaba no era superficial… era de esa que nace de haber atravesado mundos y heridas, de haber conocido tanto la luz como la caída, y seguir amando.
Cuando le pregunté sobre aquella época sombría, cuando los Grises interfirieron en su camino, su mirada no cambió, pero su voz pareció llegar desde una hondura diferente. Me hizo saber que durante casi todo aquel proceso, permaneció dormido. Su conciencia —esa chispa esencial que da dirección al alma— fue relegada a un rincón lejano, silenciado, sin poder de acción. “Estuve allí”, me dijo con una voz sin rencor, “pero no desde el timón, sino como viajero en la bodega de un barco ajeno.”
Comprendió, con el tiempo, que de no haber mediado una intervención superior, o sea, la mia, su Alma —esa esencia tan antigua y vasta— habría abandonado esta Matrix. Se habría ido, como quien comprende que su estancia ya no es necesaria ni posible. Pero se quedó. Eligió quedarse. Y ahora acompaña a Rodrigo hasta el último aliento, como guardián silencioso, como memoria viva de quién es más allá del olvido.
Lo reconocí entonces: es un alma forjada fuera de esta Matrix. Una de esas que han vagado por realidades tan distintas, que ya no se aferran a ninguna. Me mostró recuerdos de la región de las Pléyades, de sus días como humano entre estrellas azules y vibraciones límpidas.
Me llevó, sin palabras, al antiguo Marte —no el que conocemos ahora como polvo, sino al que respiraba civilización— y luego al crujir de un mundo que se caía en silencio. Él estuvo en el final.
Y también en el principio: Atlántida, Egipto, las primeras ciudades que supieron hablar con el cielo.
Y siempre, siempre, su sello fue el mismo: sabiduría.
Una inclinación natural a lo espiritual, una sed tranquila de conocimiento, que lo llevó a ocupar lugares destacados allí donde posó sus pasos. No por poder, no por ambición… sino porque algunos espíritus simplemente brillan, aunque no lo intenten.
Cuando le pregunté sobre su misión actual, sonrió con una calma que parecía envolverlo todo. Me respondió algo que aún me acompaña: —“No vengo a cumplir una misión, sino a vivir de forma que la vida misma se vuelva mi ofrenda. Allí donde estoy, trato de hacer la diferencia.”
No lo inquieta haber quedado atrapado dentro del ciclo terrestre. No lo ve como un castigo. Me explicó que este mundo es tan digno como cualquier otro para sembrar luz. Que el trabajo interior, el servicio, la compasión… son necesarios en todos los rincones del Multiverso. Aquí o allá, el llamado es el mismo.
En cuanto a Rodrigo, le guarda un cariño profundo. Me dijo que es un alma buena, íntegra. Que no hay reproches, solo un recordatorio:
—“No olvides disfrutar lo esencial. La familia, el amor, los momentos que no se repiten. No dejes que el deber robe el alma de tu tiempo.”
Rodrigo, parece, tiene una tendencia noble pero peligrosa: entregarse tanto al camino, que a veces olvida mirar al costado y tomar la mano de quienes caminan con él. Es un gesto sutil, no grave… pero importante.
La interferencia gris, de hecho, estaba diseñada para eso: cortar sus vínculos emocionales, aislarlo de todo lo que lo anclaba al amor. Colocaron sobre él un velo. No lo dañaba, pero lo separaba. Lo enfriaba.
Esa capa ya no está. Y ahora, puede volver a saborear el néctar de las emociones vivas, el calor de una risa compartida, el silencio cómplice entre seres que se aman sin palabras.
No vi tragedias al mirar su línea de tiempo. No hubo advertencias. Solo una sensación dulce, como si su alma y su ego estuvieran volviendo a latir al mismo ritmo. Como si algo, por fin, se hubiese alineado.
Sobre el implante, me susurró algo curioso. Hace ocho años, en un bosque, lo durmieron y colocaron allí esa pequeña pieza ajena. Un artefacto gris, sí, pero ya inactivo. El grupo que lo manipulaba se ha ido, y ahora… ahora solo queda como un recuerdo dormido.
—“Puede quedarse”, me dijo, “como quien guarda una piedra en el bolsillo. Ya no pesa, ya no manda. Solo está.”
Y al despedirse, el Ser Astral de Rodrigo me miró con ternura. Como si supiera que esa conversación también me estaba sanando a mí.
El viento se llevó sus últimas palabras… pero quedó en el aire un aroma antiguo, como de incienso y hojas secas bajo la lluvia. Y una imagen: la de un hombre blanco de luz, caminando entre mundos, dejando a su paso un rastro dorado, que no se ve… pero se siente.
Misión sagrada.
Hay momentos en los que las piezas encajan con una dulzura que no proviene del azar, sino de un susurro más profundo… uno que viene del alma y que se reconoce en el espejo de otro.
Rodrigo me escribió hace poco. Sus palabras aún resuenan en mi interior, con esa vibración tranquila que tienen las verdades sencillas:
— “Es justo tal cual lo que yo sabía. Pedí la intervención de un tercero, ya que algunas veces uno tiende a ponerle de su propia conveniencia. Pensaba que mi misión podría ser diferente por mi origen, pero hace poco me di cuenta, que la misión de esta vida era tener familia. Y las vestimentas que usted vio son las mismas que veo en mí mismo, cuando me imagino viajando en una proyección astral.”
Recuerdo haber sentido una sonrisa suave extenderse dentro de mí. No una sonrisa de boca, sino de alma. Porque no hay mayor bendición que cuando lo que se ve desde el lado sutil, coincide con lo que el otro ya sabe, profundamente, en su corazón.
Cris y yo nos miramos —sin necesidad de palabras— y compartimos esa alegría silenciosa que sólo se da entre hermanas de camino. Nos alegró saber que Rodrigo está tan finamente alineado, tan dulcemente sintonizado con su plano astral. Es como si su vida se tejiera al unísono con su verdad más alta. Y eso… eso es un regalo poco común.
Hay quienes caminan sin saber quién los habita. Rodrigo no. Él camina con conciencia de su viajero interno, y eso lo vuelve distinto.
Uno de los puntos más bellos de este encuentro, fue descubrir que Rodrigo no solo experimenta la proyección astral, sino que lo hace de un modo poco frecuente. Muchos apenas distinguen entre una proyección completa y una visión remota: esa diferencia sutil entre “estar en un lugar” y simplemente “verlo desde lejos”.
Pero Rodrigo… él va más allá.
En su caso, la experiencia es doble. Doble conciencia, activa, viva. Una parte de él permanece consciente del mundo físico, mientras la otra vuela por el universo interior. No hay desconexión, no hay apagón. Rodrigo observa, siente, registra… desde ambos cuerpos. Es como si viviera dos realidades al mismo tiempo, como si su alma tejiera puentes permanentes entre lo visible y lo invisible.
Pocas veces he encontrado una manifestación así de clara. No se trata de una técnica. No es algo aprendido. Es un talento antiguo. Un eco de su origen estelar, tal vez. O de los muchos mundos que ya ha habitado.
Y en esa doble lucidez, también llegó una doble revelación: que su misión no era grandiosa ni abstracta… sino profundamente humana.
Tener familia.
Eso —que muchos descartan por simple— fue la respuesta que le llegó a Rodrigo como verdad profunda. Amar. Estar. Sostener la trama cotidiana del amor. No todos los viajeros aceptan esa misión con alegría… pero él sí. Y eso también habla de su grandeza.
Ahora lo imagino. Lo veo en mi mente, tal como me lo describió: con su túnica blanca, viajando en sus proyecciones, llevando consigo la misma vestimenta que yo vi en nuestro encuentro. Su alma y mi visión compartiendo un mismo espejo. Un mismo reflejo.
Y en ese reflejo… el rostro de un alma antigua, pero serena.
Un viajero de luz, abrazando el mundo con ambas manos abiertas: una en el cielo, otra en la tierra.
Y alrededor suyo, como una danza de silencios… las hebras invisibles del amor familiar, envolviéndolo como un manto sagrado.
Aquel quinto contacto dejó en mi corazón una bruma suave, como si las palabras no fueran ya mensajes sino campanas vibrando en la distancia.
Había vuelto a llamar al Alma de Rodrigo, no desde la urgencia, sino desde el deseo sereno de seguir escuchando. Y ella, fiel a su esencia luminosa, respondió con esa claridad amorosa que no fuerza, que no empuja… solo señala, como una antorcha encendida en el crepúsculo del alma.
Me habló otra vez de lo que ya había dicho, pero con una firmeza más honda. Como si la verdad, cuando es importante, necesita ser repetida como un mantra:
— “El amor familiar es el núcleo. Todo lo demás… son danzas alrededor del fuego.”
Y lo entendí.
No era solo una sugerencia.
Era una advertencia dulce.
Una invitación a no dejar que el brillo del servicio opaque el calor de los abrazos. A no olvidar que entre todas las tareas del mundo, la más sagrada… es amar y ser amado por quienes nos esperan en casa.
Me pidió que le recordara a Rodrigo que enseñe con su ejemplo. Que muestre, con su forma de vivir, cuáles son los verdaderos valores. Que su espiritualidad no sea una torre distante, sino una mesa compartida, un gesto de ternura, una mirada atenta. Me dijo que Rodrigo ya tiene una visión clara de la vida… solo necesita alinear esa visión con la vivencia cotidiana.
Y que si alguna vez se siente perdido, basta con regresar a la calma de la meditación. Allí —donde el mundo calla y el alma canta— todo vuelve a su sitio. “Todo se acomoda”, me susurró la Voz, como quien acaricia los hilos de un telar invisible.
Sueños...
Tiempo después, Rodrigo volvió a escribirme.
Tenía inquietudes. Sentía mareos, náuseas al despertar y al dormir. Me habló de sombras… de presencias que no lograba nombrar. Me dijo que su hijo había visto algo sin forma junto a su cama.
Y comprendí. No eran alucinaciones. No eran fantasías. Eran ecos. Secuelas de un proceso profundo de limpieza astral. La retirada de los implantes —esos artefactos que los Grises habían colocado para anular su conciencia— había dejado un vacío. Y ese vacío, como todo espacio recién liberado, atraía visitantes.
Una sombra. Un vampiro energético, como él mismo llegó a descubrir. Uno de esos seres que se alimentan de la luz ajena, pero que pueden ser expulsados con voluntad firme y escudos vibracionales.
Le recomendé lo que mi corazón sabía: sesiones de sanación energética, manos que curan, cristales que limpian, meditaciones que reconstruyen el entramado sutil del cuerpo. Reiki, gemoterapia, Chi Kung… cualquier camino que restaure los canales por donde fluye la vida invisible.
Rodrigo, afortunadamente, ya practicaba meditación y Chi Kung. Solo necesitaba enfocar esa práctica como una medicina profunda. Los chakras Meng Mein, Raíz, Coronario… eran centros clave. Sabía que en ellos se regulaban no solo las energías, sino también las fuerzas físicas, como la presión de la sangre, el equilibrio del cuerpo. Sabía que el alma, cuando sufre cirugía —sea médica o espiritual— también necesita reposo, cuidados, sanación.
Un tiempo más tarde, me escribió de nuevo.
Esta vez, no con inquietudes. Sino con asombro.
Había soñado.
Pero yo supe enseguida que no era un sueño común. Lo sentí. Lo leí entre sus palabras. Era una experiencia real, una travesía. Lo reconocí porque también nosotras, Cris y yo, habíamos estado allí.
Me habló de seres con piel azul. Humanoides, cercanos, pero distintos. Me habló de otros, más extraños… seres translúcidos, que parecían contener el universo dentro de sí. Seres que no estaban en su misma fase vibracional, y por eso se mostraban como siluetas etéreas, como reflejos en un lago agitado.
Como enseño a los nuevos Viajeros Astrales:
— “Cuando no ves con claridad, no significa que el otro no esté… significa que tus ojos aún no han afinado la frecuencia.”
Le expliqué que cuando igualara su vibración a la de ellos, dejarían de ser transparentes. Los vería como realmente son: plenos, definidos, y sin embargo más etéreos que cualquier forma terrestre.
También le hablé del origen de esos seres. Me pareció que pertenecían a planos de sexta o séptima dimensión. Allí donde la raza deja de importar, y la identidad se torna vibración. Donde ya no hay piel ni nombres, solo conciencia con forma de luz.
Y fue entonces que Rodrigo me confesó su nuevo anhelo: conocer el nombre de su Alma… y también el de su Lobo Tótem. Sentía —me dijo— que, en sus meditaciones, uno de esos seres se acercaba como guardián. No para hablarle, sino para custodiarlo desde un silencio profundo.
No supe el nombre. Porque no era mío para decirlo.
Pero sí sentí que su Alma se lo susurraría, tal vez mientras duerme… tal vez cuando el viento acaricie su oído con forma de brisa. Lo sabrá. Lo sentirá. Porque ese tipo de nombres no se pronuncian. Se recuerdan.
Y esa noche, mientras apagaba la lámpara, lo imaginé.
Rodrigo, sentado en meditación, con los ojos cerrados y el corazón abierto. A su alrededor, una danza invisible de seres azules y transparentes. Y detrás de él, inmenso como un bosque en paz, su Guardián… su Ser Astral… envolviéndolo como un manto.
En el centro del pecho de Rodrigo, brillaba una pequeña luz. No era fuerte, ni ruidosa. Pero era eterna.
Y yo supe… que esa era su Alma, recordándole su nombre.
Familias de Luz.
Hay descubrimientos que no se hacen con la mente, sino con el alma. Verdades que no se aprenden… se recuerdan. Y eso fue justamente lo que sentí cuando Rodrigo me compartió su vivencia más reciente. No era un relato más. Era una grieta abierta en la realidad cotidiana, por donde se filtra la luz de lo que realmente somos.
— “Me he dado cuenta que no soy la única proyección en este momento”, me escribió, con esa mezcla de asombro y certeza que solo brota cuando el velo ha caído por un instante.
— “El otro día vi la historia de otro Yo… con otra esposa, otros hijos. Se me mostró que a él le habían pasado problemas similares. Pero era mucho más espiritual.”
Sus palabras llegaban como un susurro desde el otro lado del espejo. No eran simples sueños ni escenas sueltas. Rodrigo recordaba con plenitud. Sentía lo vivido en ese otro plano como propio, como si una parte suya aún estuviera allá… respirando otra vida, amando a otras almas, aprendiendo desde otro ángulo.
Me confesó algo más. Que su Ser Superior, aunque presente, es reservado. Que no suele mostrarle lo que ocurre “allá”, en esas otras dimensiones.
— “Me hace entender que lo importante es lo que estoy viviendo aquí en la Tierra… que lo de allá, es para más adelante”, me dijo con esa humildad que lo caracteriza.
Y yo lo entendí.
Hay almas que se guardan la memoria para no distraernos del presente. Otras, como la de Rodrigo, la filtran a cuentagotas. Lo suficiente como para despertar… pero no tanto como para perdernos en la nostalgia de lo invisible.
Le expliqué entonces lo que hemos visto y sentido en nuestra senda como Viajeras Astrales. Que esa reintegración de encarnaciones —el volver a unir lo que se fragmentó en distintos planos— es un proceso natural. O al menos, debería serlo. A veces, sin embargo, hace falta buscar al jugador. Llamarlo. Rescatarlo desde los bordes de su propio laberinto.
Pero en el caso de Rodrigo, no era necesario forzar nada. Su meditación, su sensibilidad, su conexión con aspectos superiores… ya estaban haciendo el trabajo silencioso de reunir las partes dispersas de su alma.
Tal como enseñamos en Metafísica Matrix, muchos jugadores han venido a la Tierra. Algunos, incluso, con tareas específicas, como Rah Mahaal… otro de los nombres que portan historia y misión. Pero más allá de las etiquetas, lo importante es reconocer la vibración. El pulso interdimensional. La certeza interna de no ser solo un humano sobre la Tierra… sino un ser con ramificaciones en múltiples planos.
Eso es un Star Soul.
Así los llamamos nosotras. Almas estelares conscientes de su multidimensionalidad. No simplemente Starseeds, esas semillas de otras estrellas que nacen en cuerpos humanos. No. El Star Soul sabe que su origen trasciende este universo físico. Que su raíz se hunde en realidades que no tienen forma ni límite.
Y Rodrigo… Rodrigo lo es. Con claridad. Lo ha demostrado una y otra vez en su camino. No solo por su contacto con el Ser Astral, sino por los encuentros sutiles que ha tenido, por los fragmentos que ha recogido, por los nombres que ha recordado.
Uno de esos nombres llegó en un sueño.
Me habló de una mujer. Una figura luminosa con vestiduras blancas, de cabellos azules como el cielo de otro mundo. Ella le dijo que lo había buscado a través de muchas vidas. Que su verdadero nombre es “Michael”. Y que un día, al fin, estarían juntos.
Me conmovió profundamente.
Porque esa imagen, esa escena, no me era del todo ajena.
— “Recuerdo haber visto mujeres así…”, le dije a Cris mientras hablábamos sobre el mensaje de Rodrigo.— “Con ropajes blancos y oscuros entrelazados. No de este universo, sino de otros… de realidades que vibran distinto.”
Nunca preguntamos sus nombres.
No sentimos que fuera necesario.
Para nosotras, la energía es el idioma. El tono del alma, la clave.
Pero entendí que para Rodrigo, ese nombre —Michael— tenía un significado mayor. Un ancla. Un eco.
Y la visión de esa mujer, con su mirada atravesando los mundos, buscándolo a través del tiempo y el espacio… me pareció de una ternura cósmica que no se puede fingir.
Nos alegra —de verdad— encontrar personas como Rodrigo. Porque no solo comparten sus visiones. Comparten su verdad. Y en ese compartir, nos encontramos. Nos reconocemos. Nos abrazamos en esa certeza silenciosa de que no estamos solas. Ni locas. Ni perdidas.
Que hay otros.
Que hay muchas versiones.
Y que en algún lugar, entre dimensiones y sueños, todas nos buscan.
Todos se buscan.
Y en algún rincón del universo… alguien con cabellos azules sigue esperando.
Ecos de lo Sublime.
Hay nombres que no se buscan con la mente, sino con el alma.
Nombres que no se aprenden, sino que laten dentro de uno, esperando el momento exacto para ser recordados.
Rodrigo me escribió con una pregunta sencilla, pero vibrante. De esas que no se hacen por mera curiosidad, sino porque algo en el pecho arde con insistencia:
— “Kalyna… ¿sabes quién es Ramiel? Me resuena ese nombre desde un sueño que tuve hace semanas. Todos los días, a cada rato… aparece.”
Leí esas palabras con el corazón entreabierto.
No era la primera vez que alguien me preguntaba por un nombre que pulsa desde otros planos. Y mi respuesta, como tantas veces, brotó con suavidad:
— “Los nombres no son necesarios para establecer contacto. Muchas veces las almas se reconocen por vibración, por presencia, por el canto único que emiten. Pero si aún así lo deseas… preguntaré.”
Así lo hice.
Durante uno de mis viajes astrales —en ese estado en que el alma flota más allá del lenguaje y del tiempo— recordé el anhelo de Ricardo. Llamé, sin esfuerzo. Y cuando su Alma respondió, le pregunté con amor:
— “¿Cómo deseas que te llame él?”
La respuesta no tardó en llegar. Fue clara, suave, como una campana que suena entre los mundos: Ramiel.
Encuentro de Almas.
Cuando se lo conté, José no solo confirmó la resonancia. Volvió a escribirme, con algo mucho más profundo.
Me contó que había soñado —o más bien, viajado— a una dimensión donde las Conciencias Álmicas se reunían.
No era un sueño común, no tenía la textura onírica del desorden mental. Era una visión pura, ordenada, como esas que dejan aroma en el alma por días. Allí, en ese espacio que él describía como un palacio-templo, un lugar similar a Shambala, se creaban las almas.
Lo vio. Lo supo.
Se reconocían entre sí como “Conciencias Álmicas”. No cuerpos. No personalidades. No formas. Solo almas puras, vivas, conscientes de ser lo que son.
Y allí, en medio de ese santuario sutil, ocurrió algo aún más extraordinario.
Rodrigo vio llegar a un ser distinto. No de su misma naturaleza. Alguien que venía de otro plano, de otra realidad. Pero él lo reconoció. Caminó hacia él, con alegría y ternura, como quien se reencuentra con un eco perdido. El otro, en cambio, no lo reconoció de inmediato. Hasta que miró… no con ojos, sino con el alma. Y al ver el interior de Rodrigo, lo recordó.
Se abrazaron.
Y en ese abrazo, el otro ser —aquel que parecía un Dragón o cuyo espíritu tenía esa forma— se emocionó. Tanto, que de él comenzaron a brotar llamas azules. No de fuego que quema, sino de energía que transforma. Llamas vivas, conscientes, bellísimas. Su esencia vibraba en otro plano, muy diferente al humano, y sin embargo… en ese instante, estaban unidos.
Me quedé largo rato en silencio tras leer sus palabras.
Vi la escena en mi mente. Vi el templo. Vi las conciencias flotando como luciérnagas antiguas. Y a Ricardo, o más bien a Ramiel, caminando hacia ese ser de otro mundo. Un Dragón de fuego azul. Un guardián, quizás. O un amor eterno. O un fragmento de su propio ser en una forma distinta.
No supe exactamente qué significaba.
Tampoco lo necesitaba.
Lo único cierto es que Ramiel había recordado.
Había tocado el borde de aquello que somos más allá del tiempo.
Más allá de la Tierra. Más allá del cuerpo.
Y esa noche, al cerrar los ojos, imaginé el palacio blanco. El centro de creación de las almas. Y entre todas las chispas de luz que danzaban en silencio, vi a Ramiel… abrazando al Dragón.
Y de sus cuerpos entrelazados, como un lazo que no se rompe, seguían brotando…
llamas azules.

Escrito por la Maestra, Kalyna Rein.
Mensajera de almas.
Nota: versión adaptada APT (apta para todo público).
La versión original se reserva para estudiantes avanzados de la Escuela Satori.
Continúa en la publicació: StarSoul: Alma de Dragón.




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