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2021.22 StarSoul: Duendes.

  • Foto del escritor: Kalyna Rein
    Kalyna Rein
  • hace 5 días
  • 15 Min. de lectura
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Por Kalyna Rein — Escuela Satori

Libro: Metafísica Matrix 04 - InterDimensional. 2021.11

MM04-Blog 22. Versión ATP 2025.


StarSoul: Duendes.

Yo soy Kalyna Rein, y esto es lo que recuerdo...


Este fue uno de esos casos que se abren como una rendija en la tela del mundo. Uno apenas la nota… hasta que empieza a ver luz por allí. Así ocurrió con Rodrigo.

Fue en enero del 2021 cuando comenzamos la investigación. Él me buscó con una pregunta que no todos se atreven a formular: ¿Quién soy, más allá de lo que veo?


Y con esa pregunta, el alma ya comienza a brillar distinto. Recuerdo haber pensado: “Él tiene una inquietud noble, y eso ya lo distingue”. No todos desean saber su origen espiritual… Solo aquellos cuyas raíces no se hunden del todo en este mundo. Entonces supe que podría estar ante un caso de alma estelar. Un ser cuya existencia no empieza aquí. Un caminante de mundos.


Mi tarea no era leer su carta astral, ni interpretar símbolos trazados en el cielo. No.

Mi tarea era volar.

Volar hasta los umbrales invisibles donde el alma se deja ver. Yo viajo con mi conciencia. Me proyecto. Me acerco sin tocar. Me detengo sin interrumpir. Y si el alma se abre… entonces hablo con ella.

Esa es la esencia de mi trabajo:

Escuchar al Yo Superior de otro, como quien escucha un río que murmura su origen. Por eso, cada investigación lleva tiempo. No porque tarde en hacerla… sino porque hay que esperar que el alma hable.


Ricardo accedió con fe. No me dio más que una imagen. Y con eso fue suficiente.

Como enseñé alguna vez: — “Cuando hay conexión real, no importa si el nombre es ficticio. El alma no se esconde.”


Poco después, Rodrigo me cuenta algo inesperado. En su cuerpo, exactamente en la cadera izquierda, los médicos habían encontrado una pequeña estructura metálica. Del tamaño de una cabeza de fósforo. Y no había accidente que lo explicara.

“Tal vez fui abducido…” —me dijo, sin miedo, como quien recuerda un sueño que no acaba de entender.

Ese dato cambió el ritmo de todo. Ya no se trataba solo de rastrear memorias pasadas o encontrar su misión en la Tierra… Ahora estábamos ante un posible marcador. Una huella tecnológica que no pertenecía a este mundo.

Así comenzó la fase más sutil del viaje.


1º Contacto.

Me preparé para el primer contacto. Cuando viajo, suelo hacerlo volando. Hay algo en el vuelo que me permite distinguir la geografía, los detalles, el clima del alma que visito.

Me lancé hacia donde sentía su energía. Atravesé capas, visiones, nieblas suaves. Y llegué.

Una casa de techo a dos aguas, envuelta en árboles. Un barrio donde la naturaleza aún respira. No era una imagen mental. Era un lugar. Y lo supe porque luego verifiqué, y sí: allí vivía Rodrigo.


Pero había algo más. Yo lo sentía cerca. Su energía vibraba como una presencia que tiembla en la otra habitación. Y sin embargo, no podía alcanzarlo.

Cada vez que trataba de acercarme, algo me repelía. Un campo. Una fuerza invisible me jalaba hacia atrás, como si una pared de viento me empujara con manos suaves pero firmes.

Insistí. Lo intenté una y otra vez. Pero no pude atravesarla.

Y eso… nunca me había pasado.


Al final me rendí. No con desánimo, sino con respeto. Pensé que quizás era mi enfoque, o tal vez su alma se encontraba protegida por una capa que aún no deseaba ser penetrada.

Me retiré, con la sensación de que había tocado apenas la superficie de un misterio mayor.

Desde entonces, comprendí que no todos los contactos se abren en el primer intento. Algunos están rodeados de sellos sagrados.

Otros se encuentran en tránsito entre mundos.


Pero aquella noche, mientras cerraba los ojos para regresar, una imagen quedó grabada en mi visión interna: La casa, quieta como un secreto. Los árboles, meciéndose como custodios. Y la silueta invisible de un ser que me observaba desde dentro… esperando que yo volviera.

Y yo lo haría.


Como siempre lo hago cuando una puerta no se cierra, sino que respira.

Una brisa se llevó mi cuerpo astral de vuelta, pero el hilo ya estaba tendido.

Y donde hay hilo, hay camino.



2º Contacto: Duendes.

Hoy regresé.

No era una decisión casual. Algo dentro de mí me llamaba, como un eco suave desde el bosque de la conciencia, una nota insistente que no desaparece hasta que uno responde.

Sabía que esta vez debía hacerlo distinto. Ya conocía el camino, ya había pisado los bordes del mundo donde Rodrigo habita… pero ahora, debía cruzar. Sin vacilar. Así que me proyecté. No lentamente. No con timidez. Sino con la certeza que dan los encuentros inacabados.


Al llegar, supe que algo había cambiado. El aire astral era más claro, más blando. Como si alguien hubiera dejado la puerta entreabierta para mí.

Y allí estaba él.

Rodrigo.


Lo vi casi de inmediato, y no dudé: extendí mi mano hacia su hombro. Toqué su forma energética con suavidad, con respeto, con un gesto ancestral que no es toque, sino permiso. Pero apenas lo hice… sentí nuevamente aquella fuerza.

Un campo. Una corriente envolvente que comenzaba a empujarme, con ese mismo movimiento dulce y firme que recuerda al agua queriendo impedir el paso.

No me retiré. Esta vez, no. Me anclé, me afirmé en mi intención, y pronuncié en silencio una orden desde lo más profundo de mi ser: — “Que los guardianes se presenten.”

Y así fue.


Ante mí emergió una figura femenina de luz tibia, envuelta en un resplandor que no lastimaba la vista, sino que la consolaba. Ella era la "Abuela".

No lo supe por deducción, lo supe porque me habló sin rodeos. Una voz antigua resonó dentro de mí como un canto de viento en ramas viejas: — “Estoy para su cuidado. Rodrigo es muy especial.”

Y entonces, la atmósfera cambió.


Sentí que ya no estaba sola con ella. Pequeñas presencias comenzaron a brillar a su alrededor. Eran siluetas… no más altas que niños, pero tampoco eran niños. No tenían rostros. No tenían nombre. Solo una vibración, una alegría callada.

— “¿Quiénes son?” —pregunté con el corazón abierto.

— “¿Son duendes? ¿Hadas…?”


Y como un coro chispeante, respondieron con rapidez:

— “¡No somos duendes!”— “Tampoco hadas…”— “Somos de Gaia. Somos parte de ella. No humanos.”

Sus palabras eran simples, pero sus presencias… vastas. Como si lo pequeño no tuviera nada que ver con lo limitado.


Me quedé un momento contemplando esa escena. La Abuela en el centro, los seres de luz vibrando a su alrededor, y el aura de Rodrigo, contenida, protegida, cuidada como se cuida una semilla rara que ha sido plantada en tierra ajena.

Entonces, con cuidado, les expliqué quién era yo. Por qué había venido. Que no buscaba alterar, sino comprender.

Ellos escucharon. Y me dejaron continuar.


Fue entonces cuando invoqué al "Yo Superior" de Rodrigo. Y vi como una figura se desdoblaba desde su cuerpo de energía. Era él… y no era él. Una versión más alta, más pura. Una conciencia encendida.


Me habló sin mover labios.

— “Mi origen no es humano. Yo soy parte de la naturaleza. Cuando no habito un cuerpo… soy río. Soy árbol. Soy vuelo. Soy silencio.”

Sentí la verdad en esas palabras.

Y luego me reveló algo más:

— “No soy único. Somos varios. De los que ayudan a la Abuela. De los que bajan a este plano para recordar a los humanos que no son enemigos de la Tierra. Que pueden vivir en ella… como hijos, no como conquistadores.”

Y entonces comprendí. Ricardo no solo tenía guardianes. Él era parte de ellos.

Una parte de Gaia encarnada en carne humana.


Aparecieron también algunas imágenes sueltas… No sé si eran visiones o ecos de su vida presente. Vi un volante entre sus manos. Vi caminos. La sensación de que tal vez había sido chofer. Una compañera a su lado… pero no hijos. No estoy segura si esto le pertenece del todo, o si es parte de algo mayor, algo compartido.

Lo dejo así, como una hebra suelta en el tejido del relato.


Y sin embargo… algo más permanecía como una piedra en el fondo de un río.

Esos pequeños seres de luz…Tan hermosos. Tan dulces. Sus formas recordaban —aunque no del todo— las siluetas de otras entidades que he visto antes. Los extraterrestres Grises.

Y lo sé, porque lo he visto muchas veces, que ellos pueden tomar formas adorables… para no ser rechazados. He visto cómo se disfrazan de niños. De luces. De sueños.

No afirmo nada. Pero no ignoraré ese temblor.


Así que me he propuesto regresar. Una vez más.

Y esta vez… descubrir la verdad detrás de la luz.


Por ahora, me llevo el resplandor de la Abuela, la danza silenciosa de los seres de Gaia, y la mirada transparente del Yo Superior de Rodrigo…

…como quien se aleja de un claro en el bosque donde todo lo invisible ha susurrado su nombre.



Lobo Blanco.

Al amanecer del día siguiente, recibí su mensaje.

Rodrigo me escribió con esa mezcla de sencillez y profundidad que tienen los que han pasado más tiempo hablando con el viento que con los hombres.

Me contó que sí, efectivamente, su vida ha estado ligada al bosque. Que su labor cotidiana le lleva a internarse entre árboles, montañas y ríos. Y que allí, donde el silencio habla, ha aprendido a escuchar.


“Hace unos días”, me confesó, “invité a mi animal guía… y fue un lobo blanco. Grande. Fuerte. Sereno.” Lo vi en mi mente. No como símbolo, sino como presencia. Un lobo de ojos quietos, con nieve en el pelaje y eternidad en el aliento. Un guardián que no muerde… observa. Y protege.

También me aclaró que está casado. Y que tiene hijos. Eso me sorprendió, porque en mi visión anterior, no percibí la presencia de esos lazos. Y sin embargo, ahora todo tenía sentido.


Supe entonces que no era una omisión. Era el escudo. La muralla sutil que sus guardianes tejen a su alrededor. Una red de cuidado tan intensa, que incluso mi alma, acostumbrada a los hilos más finos, no pudo ver a través de ella.


Comprendí por qué la primera vez que intenté tocarlo, algo me repelía. No era rechazo. Era amor. Un amor que lo envuelve, como el bosque envuelve a quien ha sido sembrado en él.

Rodrigo también me compartió algo más antiguo… algo que no viene del presente, sino del eco de otra vida.

“Hace como 800 años,” me escribió, “fui un guerrero chamán. Germano.” Y al leer esas palabras, una vibración recorrió mi columna. No porque dudara, sino porque lo recordé también.


He visto almas así. Almas que caminan entre el fuego y la piedra. Que curan con las manos, y también con la lanza. Que conocen el cielo, pero pisan firme la tierra.

Y supe, sin necesidad de que él lo explicara más, que esa encarnación dejó huella. Que en esta vida él sigue siendo el mismo espíritu, solo que más callado, más hondo.


También me habló de sus meditaciones. De sus diálogos con lo que él llama el “Espíritu Santo”. No con dogma, no con estructuras. Sino con esa devoción íntima que ocurre cuando se está solo entre los árboles, y la divinidad se sienta contigo sin hacer ruido.


Me dijo que a veces recibe mensajes. Que ha tenido visiones. Y que incluso ha escuchado lenguas antiguas. Sánscrito. Como un río sonoro que atraviesa las edades y se cuela en su alma cuando está en comunión.

Y yo, que he escuchado ese mismo río, lo creí.


Aun así, queda una hebra suelta. La sombra de una pregunta que no se ha resuelto del todo.

¿Por qué, entonces, no pude ver a sus hijos?

¿Por qué esa parte de su alma me fue vedada?

Tal vez —me dije— no es por olvido, ni por error. Tal vez es porque Rodrigo pasa la mayor parte del tiempo en el bosque, y su energía, su alma activa, habita más allí… que en su casa.

O tal vez… hay algo que aún no se me ha permitido ver.


Me quedé mirando al cielo de mi conciencia, pensando en un lobo blanco que vela mientras todos duermen.

Y en un alma antigua que camina entre árboles como quien cuida algo más sagrado que su propio cuerpo.

Un guerrero que no empuña espada… sino silencio.



Caen las máscaras.

Aquella mañana me desperté temprano, con la sensación extraña de que el aire estaba más denso, como si la realidad aún estuviera impregnada del otro lado. Aún no había luz plena cuando cerré los ojos biológicos y me lancé.


Hice al menos cuatro proyecciones hacia donde sabía que Rodrigo se encontraba. Era como si su energía me llamara… y a la vez, me repeliera. Vi árboles grandes, el susurro inconfundible del bosque húmedo al amanecer. Y en medio de ellos, una camioneta.

Él estaba allí.

Sentado, con la puerta abierta, la mirada distraída en el celular. Una escena sencilla, cotidiana… Y sin embargo, cada vez que intentaba acercarme, algo me cubría como un manto espeso y me arrastraba hacia el sueño. No era fatiga. Era defensa.

Una barrera suave, casi amable… pero eficaz.


Más tarde, él mismo me confirmó lo que vi:

— “Sí, estaba justo ahí esta mañana, tal como lo describiste.”

Y esa certeza me sostuvo.


A veces, cuando la conexión se resiste, no es por debilidad, sino por protección. Y esta vez, lo comprendí. Todo lo que ya había visto: los guardianes, los velos, las siluetas dulces… todo me hablaba de un escenario mayor. Uno que requería prudencia.

Así que decidí no ir sola.


Llamé a mi aliada, la valiente Violeta, y descendimos sin ser detectadas. No con ruido, ni con fuerza. Sino como brisa que se desliza entre hojas dormidas.

Desde las alturas, volando con la gracia de los Cóndores, sobrevolamos la zona. Rodeamos la ciudad donde vive Rodrigo. Y nos dirigimos hacia el noreste… allí donde las montañas se abren y los lagos respiran secretos.

Y allí… los vimos.


Entradas sumergidas, ocultas bajo el agua. Pasajes que conducen a túneles… Túneles que llevan a bases interdimensionales.

También había una entrada terrestre. Camuflada. Invisible a los ojos que no saben ver. Pero presente. Silenciosa. Vigilante.


Al volver mi atención al cuerpo astral de Rodrigo, supe que era hora de actuar. Me adentré en sus campos sutiles, y desde mis capacidades, extraje dos implantes. No eran visibles para el ojo humano… pero en el nivel de la Zona de Tiempo Real o astral cercano, se sentían como pequeñas espinas, incrustadas con intención.


Y entonces… lo vimos.

Un ser del tipo Gris —de la línea de Zeta-Retticuli— coexistía dentro de él. No como un parásito… Sino como un huésped.

Un walk-in.


Conozco esa experiencia. Demasiado bien.

Porque yo también vivo así.

Siempre he dicho: — “No hay que temerle a un walk-in. Solo hay que saber quién es.”

Y en este caso… no era uno de los nuestros.


Este ser gris utilizaba el cuerpo de Rodrigo como un punto de anclaje. Una forma de vigilar, de influir, de ocultarse. No era una posesión violenta, sino una ocupación silenciosa.

Rodrigo, sin saberlo, cargaba con un inquilino que le empañaba la luz.

Pero ya no.


Junto a mi aliada, realizamos la extracción.

Lo hicimos con delicadeza y firmeza. No como quien arranca algo… sino como quien libera.

Luego, escudamos a Rodrigo. Sanamos sus capas. Y lo devolvimos a sí mismo.

Y entonces… los velos cayeron.


Los seres de la naturaleza que antes lo rodeaban —esas pequeñas figuras luminosas— ya no se veían así.

Ahora su verdadera forma emergía. Pequeños Grises. Y junto a ellos, los Altos.

La ilusión se había roto.


Procedimos como siempre lo hacemos. Los capturamos. Los llevamos.

Su destino… no está en mis manos.

Pero sus bases ya no tendrán el mismo poder.


Creo que Ricardo fue elegido por ellos. Tal vez por su trabajo. Tal vez por la ubicación solitaria donde vive. O tal vez por su alma, que brilla y no se deja apagar.

Era, sin saberlo, un guardián de una zona sagrada. Un punto estratégico que los Grises querían preservar del ojo humano. Y a través de él, podían controlar… vigilar… anticiparse.

No me sorprendería que haya otros como él. Allí mismo. En la misma zona.


Llegar hasta Rodrigo, sin ser detectadas, fue la clave. Un viajero astral solitario no habría podido atravesar los velos. Un humano, por sí solo, se habría perdido en los espejos. Pero nosotras pudimos.


Y ahora… comienza el verdadero camino.

Porque por fin… Rodrigo está solo.

Solo en el buen sentido. Solo… como quien por fin puede oír la voz de su propia alma.


Y mientras lo observo en la distancia, ahora más liviano, más verdadero… imagino una escena:

Un hombre sentado en su camioneta, mirando el bosque, sin saber aún que el bosque lo está mirando a él por primera vez sin intermediarios.



Alimento para otros.

Después del último encuentro, pensé que ya había descendido lo suficiente en las aguas del misterio que rodean a Rodrigo. Pero el alma… el alma es un bosque sin fondo. Y hay raíces que duermen más profundo de lo que la vista astral puede alcanzar en una sola jornada.


Unos días después, me llegó su mensaje.

Y al leerlo, supe que el relato aún no había terminado.


“Lo que no te conté antes…” —así comenzaba su confesión. Y cada vez que alguien inicia así, sé que lo que viene tiene peso.

Me relató que, al poco tiempo de nuestras sesiones de febrero, unas previas a toda esta aventura, buscó a un psicólogo clínico. No uno convencional, sino alguien que se adentra también en estos mundos sutiles. Alguien que, con péndulo hebreo y regresiones, intenta mirar más allá de los velos.

— “Me interesó —me dijo — porque podía trabajar sin mi presencia física… pero yo debía estar en reposo.”

Y entonces ocurrió lo insólito. O quizás… lo inevitable.


En la primera sesión, aquel terapeuta cayó en un estado de somnolencia inexplicable.

Le fue casi imposible trabajar. Fragmentos de inconsciencia. Lagunas. Vacíos.

Yo lo entiendo.

Lo he sentido.

Cuando se intenta penetrar un sistema sellado por entidades de control, el sueño se vuelve un muro. No es descanso: es interferencia.

El terapeuta insistió. Y en la segunda sesión… encontró.

Siete entidades. Una en cada chakra.

Grises. Altos. Uno mayor, aferrado al centro de visión: el tercer ojo.

— “Bloqueaban todo contacto con lo superior” —me contó Rodrigo. — “Se alimentaban de mi energía sexual…”

Y allí, supe que la práctica que él realizaba —Chi Kung taoísta— había sido aprovechada por estos seres como vía de absorción. Donde él buscaba elevar su energía… ellos bebían. Donde él quería unir cielo y tierra… ellos sellaban los puentes.

Pero no solo eso.


También encontró rastros de energías malintencionadas, dirigidas por personas. Presencias menos cósmicas, pero igual de nocivas.

La regresión fue más difícil. La hipnosis no le resultaba fácil, debido a su capacidad natural para alcanzar estados profundos por sí solo. Pero al fin… lograron entrar.

Y allí… un recuerdo.


Él, en el bosque. Durmiendo apoyado contra un árbol. Su alma proyectada fuera del cuerpo.

Y entonces, la entrada. El momento que lo selló todo.

Un ser Gris, alto, delgado. Lo miraba. Lo veía. No como un humano ve… Sino con reconocimiento.

Rodrigo me escribió: — “Él me veía con unos ojos azules grandes… y sabía la naturaleza de mi alma. Por eso me eligieron.”

Yo le creí.


Porque ese “saber”esa forma de elegir a las almas por su frecuencia… no me es ajena.

Fue en ese instante —me contó— que colocaron el implante. Y su alma fue envuelta en una burbuja energética. Separada. Convertida en observadora de su propio cuerpo. — “Necesitaban el contacto entre mi cuerpo y alma” —dijo.

Y esa frase se me quedó flotando en la conciencia… como si ocultara una geometría más profunda.

La sesión quedó grabada.

Y cuando el psicólogo la revisó, algo lo inquietó profundamente.


Me lo compartió Rodrigo, con esa mezcla de asombro y certeza que tienen los que ya han dejado de dudar:

— “El audio se volvió ilegible. Lo que decía el ser… no se entendía. Solo se oía como una señal distorsionada, una interferencia…”

Como si la voz del Gris no perteneciera a este plano. Como si su lenguaje no pudiera traducirse por medios humanos. O como si una fuerza más grande protegiera lo dicho para que no pudiera ser revelado.

Y aún hay más.

José vio luego a los seres “transparentes”.

No me explicó mucho más. Solo eso.


Pero lo sentí como una aparición distinta. Una capa más arriba. Una presencia que no pertenece a las formas conocidas.

Como si después del velo oscuro… hubiera una luz translúcida esperando.


Cierro los ojos… y en mi mente aún lo veo. Sentado junto al árbol. Con su alma suspendida como una esfera de cristal. Y los ojos del Gris… mirando, sin parpadear, el secreto que brilla dentro de él.

Un secreto que ahora… comienza a despertar.



Desde la distancia, ya podía sentirlo. Algo en el campo de José se había abierto, como cuando una flor que lleva años cerrada decide, por fin, asomar su primer pétalo al sol.

Fue él quien me escribió, con palabras sencillas, pero cargadas de esa vibración que solo tiene lo vivido de verdad. — “Sentí un mareo… y luego dormí profundamente. No suelo hacerlo. Pero fue como si algo me arrastrara hacia dentro.”

Y entendí.


Ese descanso no era sueño. Era integración.

Su alma, después de tanto tiempo de ser observadora desde fuera, al fin había empezado a volver a su sitio. Y el cuerpo, tan sabio como callado, hizo lo único que podía hacer: cerrar los ojos… y permitir.


Esa noche, ya más consciente, quiso hacer una meditación. No con grandes expectativas, solo con el impulso natural de quien desea reconectar.


Me lo contó después, con voz de quien ha cruzado una puerta invisible:

— “Quise enviar energía a mis chakras… y la sentí fluir. Antes, el Centro Sacro me dolía. Era una molestia constante. Pero ahora… ahora está relajado. Y hay vida allí. Calor. Movimiento.”

Lo escuché en silencio.

Porque sé lo que significa recuperar un centro bloqueado. No es solo sanar un punto… es permitir que el alma se instale de nuevo en su trono.

Pero hubo algo más.

Un detalle…de esos que parecen menores, y sin embargo, traen consigo una estela de misterio.

— “Me miré en el espejo del baño…” —me dijo —“y vi detrás de mí… a alguien. Era como yo. De mi estatura. Con mi forma.”

No sentí miedo en sus palabras. Solo asombro.

Y lo comprendí.


A veces, cuando un alma retorna a su eje, su reflejo astral se manifiesta.

No como un fantasma, sino como una señal: — “Estoy aquí.Por fin.”


La sanación que realizamos fue más que un acto energético. Fue un llamado. Una restauración profunda. Como si cada hilo roto del alma hubiera encontrado su hebra perdida y se tejiera de nuevo, en silencio, bajo la piel.


Ahora Rodrigo está volviendo a sí mismo. No a su personaje… sino a su ser original.

Y sé que desde aquí, desde este nuevo punto de anclaje, la verdadera comunicación puede comenzar.


No conmigo. No con otros. Sino con su Alma.

La real. La que lo observa desde dentro del bosque. La que camina a su lado, aunque él no la vea. La que lo esperó todos estos años… con la paciencia del musgo y la fidelidad del agua que siempre encuentra el camino de regreso.


Y lo imagino ahora…

De pie frente al espejo. Mirándose. Y detrás… una silueta idéntica, pero más liviana, más antigua, más real.

Como si por fin el reflejo dijera: — “Ahora sí…estamos juntos.”



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Escrito por la Maestra, Kalyna Rein.

La que abre puertas.


Nota: versión adaptada APT (apta para todo público).

La versión original se reserva para estudiantes avanzados de la Escuela Satori.

Continúa en la publicación: StarSoul: Ramiel.

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